Sanando

Parte 12: Un regalo mal envuelto

Volver al mismo lugar, después del dolor, es un acto de sanación emocional. Porque cuando eliges mirar tu historia con gratitud, descubres que incluso el cáncer, el miedo o la pérdida pueden transformarse en propósito. Algunos regalos llegan mal envueltos… pero traen vida adentro.
Escrito Por:
Stephanie Essenfeld

No se habla lo suficiente de lo que significa volver.

Regresar a un mismo lugar,

pero estando en otro espacio emocionalmente.

¿Les ha pasado?

Volver a un lugar donde dolió tanto,

y vivirlo distinto.

Como si te hubieran puesto en otro cuerpo.

Hoy entré al gimnasio.

Y para cualquiera que me haya visto desde afuera, fue algo simple:

“Ah, Stephanie volvió al gimnasio.”

Pero para mí, no era solo eso.

Era una reconciliación con una parte de mí que había quedado ahí,

detenida en el tiempo.

El día que me dieron el diagnóstico de cáncer fue uno de los más duros de mi vida.

Recuerdo a mi papá mirándome —impotente, con ese miedo que solo un padre que ama puede sentir—

mientras yo me desmoronaba frente a él.

Mi papá es patólogo.

Ha entregado cientos de diagnósticos,

pero nunca había tenido que ver cómo otro patólogo se lo entregaba a su propia hija.

Y me vio llorar.

Y su miedo no era solo al cáncer:

era a perderme en la tristeza,

a verme apagarme poco a poco.

Así que, en un intento desesperado de salvarme, me dijo:

—“Vente conmigo mañana al gimnasio. Te va a hacer bien.”

Yo no quería.

Lo último que quería era ponerme unos tenis y fingir que todo estaba bien.

Pero mi papá insistió tanto…

que terminé diciendo que sí.

A las seis de la mañana me bajé del carro.

Y al acercarme a la puerta del gimnasio, escuché la música, las risas,

la energía vibrante de la gente en 54D.

Todo vibraba alto.

Y yo… vibraba muy bajito.

Sentía que si entraba iba a arruinarlo todo.

Que iba a romper la magia del lugar con mi tristeza.

Que no pertenecía.

Miré a mi papá y le dije con la voz quebrada:

—“Sorry, pa. No puedo.”

Y me di la vuelta.

En el estacionamiento me crucé con una mujer.

Mónica.

No la veía hacía años.

Lo curioso es que la noche anterior, mi hermana me había dicho:

—“Steph, deberías hablar con Mónica. Pasó por lo mismo que tú.”

Ahí estaba.

Como enviada del cielo.

La abracé y le susurré al oído:

—“Mónica, me acaban de diagnosticar cáncer triple negativo.”

Ella se quedó en silencio.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

Me abrazó fuerte y me dijo:

—“¿Tienes tiempo para un café?”

Nos sentamos en el café al lado del gimnasio,

y durante dos horas hablamos de todo.

En algún momento me soltó una frase que me atravesó como un rayo:

“Steph, para mí el cáncer fue un regalo mal envuelto.”

Yo sonreí por compromiso,

pero por dentro pensé:

¿Un regalo? ¿Cómo puede alguien llamar “regalo” a algo tan cruel?

Y aun así,

algo en su serenidad me hizo desear poder entenderlo algún día.

Ojalá yo también llegue a sentir eso, me dije en silencio.

Diez meses después,

mi cuerpo es otro.

Mi alma también.

He pasado por quimioterapias, cirugías,

por días en los que solo podía mirar el techo y rezar.

Y aunque el doctor ya me había dado luz verde para volver a hacer ejercicio,

mi mente decía:

No puedo. No quiero. No voy a poder.

Cada vez que se me caía algo y me agachaba, me dolía la cadera.

Cada vez que mis hijos corrían y trataba de seguirlos, me dolían las rodillas.

No quería enfrentar la realidad de mi nuevo cuerpo.

Y menos hacerlo frente a un espejo lleno de gente.

Pero mi papá, con esa terquedad amorosa que lo caracteriza, volvió a insistir:

—“Vamos, hija. Vamos el lunes.”

Y el lunes fui.

Con miedo, con inseguridad, con un nudo en la garganta.

Llegué a esa misma puerta.

Esa misma que meses atrás no tuve fuerzas para cruzar.

Esta vez la abrí.

Y entré.

El cuerpo temblaba,

pero el alma estaba lista.

Hice la clase.

A mi ritmo, con mis límites, con mis cicatrices.

Algunos ejercicios los tuve que adaptar.

Otros, simplemente, los dejé pasar.

Y aun así…

me sentí viva.

Las personas me alentaban, me sonreían, me decían:

—“¡Tú puedes, Steph!”

Mi papá, con el pecho inflado, contándoles a todos sobre mi proceso.

Y yo sintiendo una gratitud que no me cabía en el pecho.

Salí del gimnasio con una motivación que no sentía desde hacía meses.

Una mezcla de orgullo, alivio y fe.

Y cuando estaba por subir al carro,

ahí estaba Mónica.

Otra vez.

No la veía desde aquel diciembre.

Me miró y sonrió:

—“¿Ya terminaste?”

Y yo, con una sonrisa que me salía del alma, le dije:

—“Sí.”

Nos abrazamos.

Y esta vez fui yo quien le dijo:

—“Tenías razón. El cáncer fue un regalo mal envuelto.”

No volví al mismo gimnasio.

Volví a mi historia.

A ese lugar donde un día me quebré.

Pero esta vez, desde otro nivel de consciencia.

Y entendí algo que me cambió para siempre:

Sanar no siempre es empezar de cero.

A veces, sanar es regresar al mismo lugar…

y darte cuenta de que ya no eres la misma.

Que ahora eres más compasiva.

Más paciente.

Más tú.

Y que incluso lo que parecía un castigo,

vino a darte un propósito.

A veces la vida no te quita: te reacomoda.

El regalo mal envuelto no era la enfermedad.

Era la oportunidad de reencontrarme conmigo.

De descubrir que incluso en medio de la pérdida,

había una nueva versión de mí

esperando ser descubierta.

Y hoy quiero invitarte a que tú también encuentres tus propios regalos —aunque vengan mal envueltos—.

Cada experiencia, incluso la más difícil, puede abrirte puertas a una nueva versión de ti si la miras con gratitud.

Te comparto dos recursos que pueden ayudarte a cultivar la gratitud y volver a sentir calma dentro de ti:

Masterclass: 🔗 ¿Cómo desarrollar gratitud para vivir más felices?

🪷 Meditación: 🔗 Conecta con la gratitud

Porque cuando eliges agradecer, incluso el dolor empieza a sanar.

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