¿Quién soy sin mi pelo?

Mi relación con el pelo siempre ha sido… complicada.
Nunca tuvo forma, nunca obedeció.
En primer grado, intenté forzarlo a ser rizado con mousse y gel. Quedó tan inmóvil que parecía congelado en el tiempo.
A los 12 años, en un intento de parecerme a mis nuevas amigas del campamento de verano, me planché el cabello por primera vez justo después de la ducha, sin saber que no se podía hacer con el pelo mojado. Lo quemé por completo.
Por semanas, no pude dejar de tocar esa textura áspera, quebradiza, como ceniza pegada a mi cuero cabelludo. Me obsesionó tanto que empecé a arrancarme el pelo sin darme cuenta. Se volvió un tic nervioso que dejó parches vacíos en mi cabeza. Para frenar el hábito, lo reemplacé con otro: separarme las horquetillas.
Siempre sentí que mi pelo tenía que estar perfecto.
A los 18, recién llegada a Miami, una amiga me enseñó a secarme el cabello y peinarlo con ondas. Me gustaba tanto que ya no sabía salir de mi cuarto sin estilizármelo así. Cuando quedaba bien, me sentía hermosa. Cuando no, evitaba los espejos.
Mi confianza dependía de él. De que se viera exactamente como yo quería.
Hasta que el cáncer llegó a mi vida…
Me dijeron que se me iba a caer con la quimioterapia, y en ese instante sentí dos cosas al mismo tiempo: miedo y alivio.
Miedo porque perder el cabello era perder una parte de mi identidad.
Alivio porque, tal vez, por primera vez en mi vida… no tenía que controlarlo.
Aún así, decidí tomar un poquito de control antes de que el cáncer lo hiciera.
Organicé una fiesta: Chao pelo, Hola fuerza.
Llamé a mis hermanas, a mis primas, a mis amigas. Les pedí que convirtieran ese momento en algo poderoso, en un ritual de renacimiento.
Bailamos. Meditamos.
Cada una cortó un pedacito de mi pelo mientras me regalaba palabras de fortaleza.
Yo quería que, cuando me mirara en el espejo calva, viera esa celebración y no la ausencia de cabello.
Pero la caída llegó.
Primero, cuando intenté peinarme y un mechón quedó atrapado en el cepillo.
Luego, cuando Eithan me jaló el pelo y se quedó con un puñado en la mano.
Y finalmente, en la ducha, cuando el agua arrastró mechones enteros como si mi cuerpo soltara todo lo que yo nunca había podido dejar ir.
Grité
No de miedo. De impacto.
Salí del baño con el corazón latiendo en la garganta y dije:
Me lo voy a rapar.
Hice mi cita para la mañana siguiente.
Llamé a mis amigas, a mis hermanas, a mi mamá para que me acompañaran.
Antes de dormir, les conté a mis hijas para que no les tomara por sorpresa.
Su respuesta fue:
"Mami, no nos importa que estés calva en casa, pero por favor, que nuestros amigos no se enteren."
No me lo esperaba.
Tampoco me dolió.
Ellas fueron como un espejo para mí en ese momento.
Lo entendí.
Porque claro… el pelo nunca ha sido solo nuestro.
Ha sido para los demás.
Para su aceptación. Para su validación. Para su tranquilidad.
Desde pequeñas aprendemos que el pelo define.
Que un buen día depende de cómo nos vemos en el espejo.
Que el desorden en el cabello se traduce en descuido.
Que el control sobre él refleja el control sobre la vida.
Y cuando desaparece, lo que realmente se pone a prueba no es nuestra belleza, sino nuestra relación con la mirada ajena. 🤯
Al salir del cuarto de mis hijas, llamé a Gaby, a Tatiana, a Joyce. Mujeres que han atravesado el cáncer de mama, buscando en ellas respuestas o consuelo.
La verdad es que no sé bien qué esperaba encontrar.
Lo que sí sé es que, al conversar con ellas, comprendí algo profundo:
Lo que más nos duele no es la pérdida del pelo.
Es la pregunta de cómo nos vamos a presentar al mundo sin él.
Porque el pelo es identidad,
pero también puede ser refugio.
Es libertad de expresión,
pero también puede ser prisión cuando sentimos que nos define.
Una armadura que, al caer, nos deja al descubierto.
Tal vez la verdadera pregunta no es cómo me van a ver los demás, sino si estoy lista para verme a mí misma.
Para reconocerme sin validaciones externas.
Para dejar de mirar mi reflejo a través de los ojos de los demás y empezar a verlo con los míos.
Para soltar la necesidad de ser vista de cierta manera, la urgencia de encajar en lo que el mundo espera de mí.
Porque la belleza no está en lo que el espejo nos muestra.
Está en lo que somos capaces de ver cuando dejamos de buscar aprobación en las miradas ajenas.
Me encantaría decirles que estaba lista.
Que al día siguiente llegó mi Johnny, mi peluquero, me rapó y todo fue fuegos artificiales.
Pero no. Esa noche, con el celular en la mano y el cursor titilando en la pantalla, respiré y escribí:
"Cancelemos. No estoy lista."
Continuará…
Gracias por estar aquí, por leerme y acompañarme.
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