Me rapé el pelo... y me liberé

Raparme no fue una pérdida, fue un renacimiento. Este es el relato íntimo de cómo soltar el pelo… me devolvió el poder.
Oferta Limitada! Prueba 7 días GRATIS

Únete a la Membresía y empieza a transformar tus límites - Por tan solo $28 USD al mes!

Llevaba días.
Semanas.
Un mes.

Postergándolo.
Evitándolo.

Cada mañana, frente al espejo, me decía:
"Todavía no. Aún tengo suficiente pelo para disimularlo."

Y era verdad.
Podía disimularlo.

Pero dolía.
Física y emocionalmente.

Mi cuero cabelludo ardía como cuando te llenas la cabeza de trencitas en la playa y al quitarlas, sientes que te arrancan la piel.
Así. Pero todos los días más dolor porque, los folículos están cada día más inflamados con los efectos de la quimioterapia.

Y, aun así, el peso de parecer normal era más grande que el dolor.
El peso de parecer bonita —como si la belleza se midiera en cantidad de cabello.

Hasta que el sábado pasado, algo dentro de mí gritó: ¡No más!

Estaba caminando al parque con Eithan, cuando el viento me despeinó.
Los huecos, las calvas… quedaron expuestas.
Y por primera vez, no intenté cubrirlos.

Agarré el teléfono y le escribí a Johnny mi estilista:
"Ok. Creo que es hora."

Me respondió de inmediato:
"Puedo llegar en una hora."

Le escribí a mi papá para avisarle.
Respondió:
"Llego tarde a mi cena, pero voy para allá con Melanie."

Mis hermanas también cambiaron sus planes.

Mi mamá estaba de viaje. Sé que habría querido estar ahí.

De regreso del parque, el pánico me apretó el pecho.
"¿Y si me arrepiento?"
Sentía el corazón en la garganta.

Y justo ahí, como si el universo supiera lo que estaba por pasar, apareció una vecina. No era cualquier vecina: era la mamá de una amiga de mis hijas, que hoy en día también es amiga mía. Además, es colega, psicóloga.

—¿Cómo estás? —me preguntó.
Y no me salió más que la verdad.
—Uff. No se que contestarte. Estoy camino a mi casa a raparme el pelo.

Ella, sin frases vacías, sin intentar consolarme… Solo me miró.
Esa mirada que te sostiene sin juicio.
Sin querer arreglarte.
Solo... estar.

Se acercó.
Me abrazó por varios minutos.
Y en ese abrazo silencioso, por fin, lloré.


Lloré al sentirme sostenida por alguien que no intentó entender con la cabeza, ni minimizar con palabras, ni disfrazar el dolor con discursos de fuerza. Solo estuvo. Y en su estar, me sentí mejor.

—Gracias —le dije con la voz quebrada—. Lo necesitaba para poder enfrentar lo que viene.

Cuando llegué a casa, con los ojos hinchados, mi esposo me miró con esa mezcla de ternura y miedo que aparece cuando no sabes si acercarte o dejar espacio.

Sé que para él también ha sido duro.

No por mi cambio físico —eso nunca fue un problema para el— sino por verme así: quebrada y vulnerable.

Y es que a él le cuesta verme así.
Le cuesta no hacer nada mientras me duele.
Porque mis emociones también lo remueven.
Porque le duelen como si fueran suyas.

Durante mucho tiempo, al inicio de nuestra relación, su impulso, cuando yo mostraba dolor, era tratar de calmarme rápido, como si mi tristeza fuera un incendio que había que apagar antes de que lo consumiera a él también.

Pero después de algunas conversaciones entendió.

Así que no me ofreció soluciones, ni me cambió de tema, ni me empujó hacia la “positividad”.
Solo me sostuvo y me dijo bajito:

—Estoy aquí contigo.

Y eso fue más que suficiente.

Cuando Johnny llegó, ya todos estaban.

Y entonces, mi papá me dijo:

Espero que no estés apurada, porque yo voy primero.

No lo vi venir.

Mi esposo, que ya lo tenía planeado y a quien mi papá se le había adelantado, sonrió y dijo:

—Me encanta. Yo voy después.

Y ahí entendí que no estaba sola.

Mi papá se sentó primero.
Cada mechón que caía se llevaba un pedacito del miedo de verme pasar por esto.

Después fue mi esposo.
A su estilo, claro.

Se echó el pelo hacia arriba y empezó a raparse por el centro.
Quedó como un payaso, literal.
Calvo en el medio, con pelos largos a los lados.

Nos reímos. Mucho.

Y en medio de esa risa, vi a mi hija Vanessa salir corriendo a su cuarto llorando.

Fui tras ella.

—¿Qué pasó, mi amor?

Entre lágrimas me mostró el pie. Se había arrancado mitad de uña.
Sangraba un poco.
Y me vi en ella…
En la niña que se reventaba las uñas durante los exámenes.

—¿Estás bien? —le pregunté…

”Es que me duele mucho el pie."

—¿Lloras porque te duele… o por otra cosa? —le pregunté.

Y ahí me dijo:

No me gusta que se rían de papi. Me da miedo que se rían de ti y te sientas mal.

Uff.

La abracé.
Con todo el amor del mundo le dije:

—La realidad duele. Al mismo tiempo, lo que más duele no siempre es lo que está pasando… sino el miedo a que los demás no puedan recibir esa verdad con amor. Y aquí, mi vida, estamos rodeadas de amor. Así que puedes soltar ese miedo.

Le explique que la risa no siempre es burla. Que a veces, la risa nos ayuda a que lo difícil pese menos. Y que si alguna vez alguien se ríe de mí con maldad, no será mi vergüenza, será la suya.

Mi esposo también habló con ella.
Y juntos, de la mano, volvimos a la sala. Ella no quería perderse ese momento.

Era mi turno.

Mientras Johnny me rapaba, vi a Vanessa cerrar los ojos.
Le incomodaba verme así.
Y aun así quería quedarse.
Eligió estar.

Qué valiente.

Mi parte más protectora quería parar todo. Abrazarla. Posponerlo.

Pero algo dentro de mí decía:
"No hay nada que solucionar. Solo emociones que necesitan ser sentidas, transitadas.”

Respiré profundo.
Y seguí.

Cuando el último pelo cayó, me levanté.

Y ahí estaba yo.

Sin un solo pelo que me diga cuánto valgo.

Y no, no fue heroico.
Fue humano.

Durante años, mi mente había estado ocupada en un solo pensamiento cuando me miraba al espejo:
¿Cómo se ve mi pelo hoy?
Y de repente, ese ruido desapareció.

Me quedé mirando al espejo.
No para evaluar cómo me veía, sino para encontrarme.

Quería ver si yo… todavía estaba ahí.
Y lo que vi me sorprendió.

No me vi rota.
Ni enferma.
Ni menos mujer.

Me vi... libre.

Libre del mandato de tener que sostenerlo todo.

Libre del miedo a “no gustar”, a “no ser suficiente”, a “no parecer bonita”.

Libre de buscar validación en ojos que no eran los míos.

Libre del “¿y si no me reconocen?”, porque por fin me reconocí yo misma.

Ese día entendí que la belleza no se mide en pelo, ni en maquillaje, ni en cuerpos.
La belleza real —la que no se disuelve con los años— es la que se sostiene en la verdad.

Y aunque por fuera había perdido algo…
por dentro había recuperado muchísimo más:
Mi poder.
Mi dignidad sin condiciones.
Y mi derecho a sentirlo todo, sin anestesiarme, sin justificarme, sin esconderme.

Los días siguientes fueron silenciosos por dentro.
Algo dentro de mí se estaba acomodando.
Como si por fin, después de tanto tiempo…mi cuerpo y mi alma hubieran hecho las paces.
Y yo, en medio de esa tregua, pudiera respirar de nuevo.

Y sí. Me miré muchas veces al espejo.
Me paré a mirarme en el reflejo de las ventanas.
A veces con curiosidad.
Y muchas veces con agradecimiento.

Porque cada vez que me veo, no solo reconozco mi reflejo.
Reconozco mi valentía de abrazarme a mi misma mientras transito la vida en todas sus formas.
Reconozco que no me he rendido…
Solo he elegido otra forma de luchar:
rendirme a la verdad.

Y en esa rendición, me encontré.

Y en ese encuentro, me abracé.

Y al abrazarme… me liberé.

Toda está experiencia me recuerda a la Masterclass que dimos en la Comunidad, donde la vulnerabilidad nos arropó y nos ayudó a aceptarnos sin prejuicios ❣️

Si quieres verla, accede aquí: ¿Cómo reconciliarte con tu cuerpo?

Espero que te haya gustado! 

Si es así, comparte con tus seres queridos