La noche más retadora de mi vida

Una noche en aislamiento hospitalario me enseñó que la verdadera fortaleza no es hacerlo todo sol@… es permitirnos ser sostenid@s.
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A mí me dijeron:
12 quimioterapias con Taxol y Carboplatinum semanales,
4 quimioterapias AC que son las más fuertes, cada una espaciada por dos semanas,
luego mastectomía y listo.

Como si me estuvieran dando la dirección a un sitio.
Sin tráfico. Sin paradas. Sin curvas inesperadas.
Y yo me lo creí.

Iba por la quimio número 10.
Mi cuerpo respondía mejor de lo esperado.
Tachaba y seguía.

Hasta que un día, el cuerpo dijo: PAUSA.

Me desperté con un dolor insoportable en el pecho, justo por donde me pasan la quimio.
Era el inicio de una infección.

Nos mandaron de urgencia al hospital.
Era viernes y los centros de oncología cerraban temprano.
Así que tuve que ir a la emergencia.

Estaba lleno de personas con COVID, flu… nómbralo.
Con mi sistema inmune comprometido, el miedo aumentaba.

Horas después, me atendieron y me enviaron a casa con antibióticos.
Más tarde descubrimos que no estaban funcionando:
la bacteria era resistente.
Y por eso… empeoró.

El lunes tuve que volver a emergencias y me hospitalizaron.
El hospital estaba lleno, así que me ubicaron en un cuarto minúsculo, en aislamiento.
Una camilla de traslado como cama.
Y una sillita de escritorio para mi esposo.

Luego, me notificaron que debían extraerme el puerto en una cirugía.

Los primeros dos días estuve tranquila.
Recibí visitas. Sonreí.
Me dejé sostener.

Pero había algo que me pesaba: ver a mi esposo sin poder descansar bien.
Dormía en esa silla pequeña, sin espacio, haciendo lo posible por no tropezar con los cables que me rodeaban. Y aunque no se quejaba, yo lo veía… y me dolía.

La tercera noche, justo antes de la cirugía para quitarme el puerto, le pedí a mi esposo que durmiera en casa con los niños.

Le dije: “Deja que mi papá se quede conmigo esta noche”.

Y entonces comenzó la noche más larga de mi vida.

Mi papá, que es médico, vino al hospital directo de su jornada.
Sabía que había pasado ocho horas seguidas viendo biopsias al microscopio, sin parar.
Lo vi agotado.

Le pedí que fuera a casa a bañarse y regresara más tarde, cuando llegara la silla reclinable que había solicitado para él.
(Por primera vez desde que llegué al hospital, accedieron a darme una silla reclinable para mi acompañante)

Le dije: “Puedo pasar unas horas sola. Igual tengo a las enfermeras pendientes”.
Después de intentar resistirse, se fue.
—Vuelvo ahora —dijo.

Pedí la silla.
Esperé.

El hospital se llenaba. Lo sabía por el ruido.
Policías entrando. Gente gritando. Puertas golpeando. Alarmas sonando.
(Recuerden que mi habitación estaba en emergencias).

Tocaba el botón de llamada… y nadie venía por horas.

Cuando por fin entraban al cuarto, solo decían:
—¿Qué pasa?
Y enseguida:
—Perdón, hay una emergencia en otro cuarto.
Y se iban.

Finalmente llegó la silla reclinable a las 11:00 p.m.

Llamé a mi papá. No contestó.
(Los dos tenemos el talento de quedarnos dormidos en cualquier lugar, profundo y sin previo aviso… así que no lo juzgué).

Si les soy sincera, me lo esperaba.
Casi que lo mandé a casa con esa intención.
No quería que pasara la noche sin dormir por mi culpa.

Llamé a una amiga.
Conversamos un rato.

Y cuando colgué, ya a medianoche, me di cuenta:
mi herida estaba sangrando.

Ahí llegó el primer miedo: que la infección entrara en el torrente sanguíneo y empeorara.

Toqué el botón.
Me atendió una asistente.

Yo: “Mi herida está sangrando y tengo una migraña muy dolorosa”.
—Entiendo. La enfermera está ocupada. Ya va.
Yo: “Ok… ¿Sabes a qué hora me llevan a operar mañana?”
—Puede ser a las 7:00 a.m. como puede ser a las 5:00 p.m. No se sabe, y no vas a saber hasta que te vengan a buscar.

Y entonces, la soledad empezó a pesar más que el dolor de la infección.

Me dije: “Voy a llorar. Sentir está bien”.
Empecé a llorar con la intención de hacer catarsis, de recuperar mi paz.

Pero ese llanto no fue catarsis.
Fue angustia.
Fue pánico.

Lloré con sonido, como el de un bebé.
Con respiración entrecortada, con el cuerpo temblando.

Pero nadie me escuchaba.
Mi cuarto estaba aislado. Sellado. Protegido.

Llamé a mi mamá, que tenía gripe y por eso no había podido venir a verme.
Me desahogué con ella. Lloró conmigo, desesperada por no poder hacer nada.
Si fuera por ella, habría corrido al hospital… pero no podía.
Aun así, me sostuvo. Me calmó.
Y cinco minutos después de colgar… volví al llanto.

Los minutos se volvieron horas.
Y en ese silencio, recordé la voz de una amiga que siempre me dice:
“Ten emuná”.
(Emuná es fe absoluta en Dios. La certeza de que todo tiene un propósito.)

Me repetí esa palabra como un mantra:
emuná, emuná, emuná.

Pero mi cuerpo no le creía a mis palabras.

Volvían los pensamientos intrusivos…

¿Y si empeoro?
¿Y si me vienen a operar a las 7:00 a.m. y estoy sola?
¿Y si el doctor comete un error y no despierto?

El ataque de pánico explotó.

Toqué el botón una y otra vez.
Nada.

Así que, a las 2:00 a.m., en plena madrugada, llamé a mi esposo. Tres veces.
Hasta que atendió y me escuchó llorar.
—“Voy para allá”, dijo.

Minutos después, entró la asistente.
Yo lloraba a cántaros.
Me puso gasas en la herida y me preguntó:
—¿Del 1 al 10, cuánto te duele la cabeza?
—Diez —dije de inmediato.

Sin decir nada más, me puso una inyección.

En segundos, sentí cómo el dolor desaparecía.
El físico. El emocional. El mental.
—¿Qué fue eso? —pregunté.
—Morfina —me respondió.

Ahí entendí por qué tanta gente se vuelve adicta a los calmantes.
Porque es una paz artificial…
pero paz, al fin.

Mi esposo llegó 15 minutos después.
Esperaba encontrarme en crisis.
Me encontró dormida y “feliz”.

Minutos después, llegó mi papá.
Se había despertado para ir al baño, vio mis llamadas perdidas y entró en pánico al darse cuenta de que nunca volvió al hospital.
Tomó el lugar de mi esposo.
Y la noche, al fin… terminó.

Me operaron.
Salió todo bien.
Pero algo dentro de mí cambió para siempre.

Si les soy honesta, a mí me gusta terminar todos mis journals con una lección.
Y con este… me costó encontrarla.
No lo compartí durante semanas porque no sabía cómo cerrarlo.

Pero después de pensarlo mucho, solo puedo decir esto:
La fortaleza que todos ven en mí… no es solo mía.

Todo el mundo me dice:
“Steph, qué fuerte”.
“Qué admirable”.
“Qué valiente eres”.

Y sí, he sido fuerte.
He transitado este proceso con la mejor mentalidad que he podido.
He aceptado, he llorado, he reído.
He tratado de encontrarle lo bonito a este proceso, sin cerrar los ojos ante lo difícil.

Pero también he sido sostenida en todo este proceso.
Y hoy lo tengo más claro que nunca:
la fuerza no siempre nace del interior.

A veces, se despierta cuando alguien nos mira con compasión.
Cuando alguien nos abraza en silencio.
Cuando alguien simplemente no se va cuando las cosas se ponen difíciles, sino que —al revés— se acerca.

Durante mucho tiempo nos han dicho que el bienestar es algo que se construye a solas.
Desde adentro.
Desde el amor propio.
Desde la independencia emocional.

Y sí, todo eso es importante.
Pero también es insuficiente.

Porque sanar en soledad puede ser valiente…
pero sanar en vínculo es transformador.

Es en los vínculos seguros donde aprendemos a no tener que fingir fortaleza.
Es en la mirada del otro donde, a veces, encontramos el permiso de bajar la guardia.
Es en la presencia del que nos acompaña que podemos hacer una pausa y respirar.

Ese día en el hospital, lo que me sanó no fue solo la medicina.
Fue la compañía.
El abrazo.
El “estoy aquí”, a la hora que sea, sin condiciones.

Y por eso, hoy más que nunca, quiero decirlo en voz alta:
El bienestar no es un proyecto individual.
Es un tejido relacional.
Y a veces, lo más terapéutico que podemos hacer… es permitirnos ser sostenid@s.

Así que si me ves y piensas:
“Qué fuerte es Steph”…
Recuerda:
Fui fuerte porque fui sostenida.

Y ese, para mí, es el verdadero superpoder:
permitirnos construir vínculos reales.
Vínculos con los que podemos reír, disfrutar y celebrar…
pero que también están ahí a las 2 a.m.,
cuando el miedo te paraliza,
cuando el cuerpo duele,
y cuando lo único que necesitas
es que alguien conteste el teléfono y diga:
“Ya voy”.

Si este journal resonó contigo,
y hay una parte de ti que también quiere aprender a construir vínculos valiosos, poderosos, de crecimiento y apoyo mutuo
te invito a ver mi Masterclass “¡Revitaliza tu círculo!”.

Un espacio donde te comparto herramientas para reconocer quién te sostiene,
quién te drena, y cómo empezar a construir una red que te acompañe con presencia real, sin exigencias ni condiciones.

Porque tú también mereces relaciones que se queden…
cuando todo se cae,
cuando es de madrugada,
y sostenerte sola ya no alcanza.

Espero que te haya gustado! 

Si es así, comparte con tus seres queridos