¿Cuándo está “bien” pedir ayuda y cuándo no?

¿Y si esperas tanto a pedir ayuda… que cuando por fin lo haces ya es tarde? Esta es una invitación urgente a no minimizar tu dolor emocional.
Oferta Limitada! Prueba 7 días GRATIS

Únete a la Membresía y empieza a transformar tus límites - Por tan solo $28 USD al mes!

Hace unos años, no tenía cáncer. Mi cuerpo estaba sano y no tenía un diagnóstico. Al mismo tiempo, estaba viviendo un profundo dolor emocional.

Y pocas personas lo sabían: mi psicoterapeuta (sí, porque los psicoterapeutas también vamos a terapia) y mi esposo.

Mi hijo acababa de nacer. Un milagro, sano y hermoso.

Y, al mismo tiempo, sentía que mi mundo se desmoronaba.

Mis padres estaban en proceso de divorcio. Algo que, en el fondo, era una buena noticia para todos. Ellos serían mucho más felices separados que juntos. Eso lo sabíamos y, hoy, tres años después, lo confirmamos.

Al mismo tiempo, cuando tus padres se separan, hay un duelo.

El duelo de la familia unida.
El duelo de la identidad.
El duelo de lo que fue.

Por otro lado, mi abuelo, la persona que más admiraba, un hombre con valores inquebrantables y una presencia que impactaba a todos los que cruzaban su camino, murió el día en que finalmente iba a hacer lo que más amaba: viajar con mi abuela.

Llevaban un año sin hacerlo porque su espalda no se lo permitía. Cuando por fin se sintió mejor, cuando tenían las maletas listas, emocionados como niños… mi abuelo no despertó.

En el judaísmo, la tradición dicta que, tras una pérdida, se guarde shiva: siete días de duelo en familia, rezando y honrando su memoria. Pero como falleció en una festividad judía, se extendió a dos semanas. Pasé todo ese tiempo con mi abuela después de eso.

Puse todo en pausa. Me senté a su lado, sostuve su dolor, sostuve el dolor de mi mamá.
Hice lo que mejor sabía hacer en momentos de crisis: reprimir mis emociones para sostener a los demás.

Y luego, la vida continuó.

Se acabó el luto.
Se acabó la pausa.

Se acabó el tiempo para “estar mal”.

Volví al trabajo. A la rutina. A intentar que mi bebé volviera a tomar el pecho. No lo hizo. Otro duelo.

Volví a mis hijas, que me necesitaban.

A un equipo de 15 personas que dependía de mí.

¿Y mis emociones?

Golpearon la puerta de mi cuerpo como un huracán.

Pero ¿a quién se lo iba a decir?

Yo, que sostengo las emociones de otros.
Yo, que enseño herramientas emocionales.

¿Mostrarme vulnerable?

Pensé en hablarlo con mis amigas, pero no quería ser la que traía “mala vibra” al grupo. Así que iba a los planes y trataba de adaptar mi energía a la suya. Pero al final de cada salida, al cerrar la puerta de mi casa, me sentía completamente drenada. Como si cada esfuerzo por “aparentar bien” me costara un pedazo de mí. Como si el silencio que había elegido se volviera más denso, más pesado... hasta volverse insoportable.

Así que hice lo que muchas personas hacen cuando sienten que no tienen permiso para no estar bien: me alejé.

Me salí del grupo de mis amigas.

Solo por un tiempo”, dije.

Pero ese tiempo se convirtió en dos años.

No porque ellas no quisieran estar ahí, sino porque yo no les di la oportunidad.

No porque no quisieran apoyarme, sino porque yo mandé la señal equivocada: la de “Estoy bien, no necesito nada”.

Y luego… unos años después, llegó el cáncer.

Y, de repente, la ayuda se presentó.

Mis amigas volvieron.

Mi comunidad estuvo presente.

Y por primera vez en años, fue fácil decirlo:

Sí, necesito ayuda.

Porque ¿cómo iba a decir que no?

Esto sí era grave. Esto sí “justificaba” que me sintiera cansada, triste, asustada.

Pero ahí me di cuenta de algo que nunca antes había visto tan claro:

Cuando el cuerpo está enfermo, la gente se acerca (si les permites).

Pero cuando la mente está cansada, cuando el alma está herida, cuando el dolor no se ve en una radiografía… pedir ayuda es más difícil.

O es más difícil que la gente lo tome en serio. Que nosotros mismos lo tomemos en serio.

No porque no importe, sino porque la tristeza incomoda.

Porque la ansiedad es invisible y no se diagnostica con un examen de laboratorio.

Y porque la sociedad nos ha enseñado que estar mal físicamente es aceptable,
pero estar mal emocionalmente se siente como un fracaso personal.

Hoy, puedo decir que emocionalmente estoy más fuerte que hace tres años.

Tengo herramientas.

He trabajado en mí.

Puedo sostener mis emociones sin sentir que me ahogan.

Y, sin embargo, ahora que estoy pasando por algo físico, parece más válido pedir y recibir apoyo.

Porque hay evidencia tangible.
Porque hay exámenes médicos.
Porque es Cáncer.

Porque esto se ve, se siente.

Y ahí me pregunto:

¿Cuánta gente está sufriendo en silencio porque su dolor no deja huella visible?

¿Cuántas personas están atravesando duelos, cambios, separaciones, miedos, inseguridades, dolores del alma… pero no se permiten decir “no estoy bien” porque creen que su dolor no es suficiente?

Si tú eres una de esas personas, quiero decirte algo:

¡Tu dolor importa!

No tienes que justificarlo.
No tienes que ponerlo en perspectiva para hacerlo más pequeño.
No tienes que compararlo con el de los demás para ver si pasa el filtro de “suficientemente grave”.

Si te duele, importa.
Si te pesa, vale la pena hablarlo.
Si sientes que te está alejando de los demás, tal vez, sin darte cuenta, estás mandando la señal equivocada.

Así que, por favor, no esperes a que la vida te dé permiso.

No esperes a que algo realmente grande pase para levantar la mano y decir: no estoy bien.

Porque cuando lo hagas… puede que ya sea tarde.

No cometas el error que yo cometí.

Te reto a hacer algo ahora mismo:

Escribe a esa persona en la que confías y dile cómo te sientes.

No lo pienses demasiado.

No esperes hasta que sea tarde.

¿Cómo empezar?

Si sientes que no sabes cómo integrar la vulnerabilidad en tu vida, en esta, mi Comunidad Más Paz Mental encontrarás herramientas que te ayudarán a construir relaciones más auténticas y a pedir ayuda antes de que la vida te obligue a hacerlo.

Te veo ahí.

Seguimos sanando junt@s

Espero que te haya gustado! 

Si es así, comparte con tus seres queridos