Cómo les conté a mis hijas que tenía cáncer (y lo que ellas me enseñaron a mí)…

El miedo no fue contar que tenía cáncer... fue contárselo a mis hijas. Pero en su ternura, sus preguntas y hasta sus risas, encontré el tipo de fuerza que ninguna medicina puede darme.
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Te confieso algo: cuando recibí el diagnóstico, no fue el miedo a los tratamientos lo que me paralizó. Fue imaginarme cómo les diría a mis hijas de 7 años que su mamá tenía cáncer.

¿Cómo les dices que su mamá, su refugio, su “para siempre”, está en peligro?

Desde que me enteré hasta que les conté, pasaron semanas. Semanas llenas de citas médicas, lágrimas que escapaban en medio de un juego de escondite y risas forzadas que ocultaban el nudo constante en mi garganta.

Me esforzaba por ser la mamá más divertida, la que juega y canta, mientras por dentro sentía que me desmoronaba.

Un día antes de mi primera quimioterapia, respiré profundo y las llamé a mi cuarto.

Mi esposo quería ocultarlo el mayor tiempo posible, pero yo sabía que las cosas estaban cambiando. Ellas lo sentían. Los niños siempre lo sienten. Y cuando no les damos respuestas, llenan los espacios vacíos con monstruos más grandes que la verdad.

Así que les hablé.

Mi corazón latía tan fuerte que pensé que lo escucharían. Pero intenté mostrarme calmada.

Les hablé de la pelota en mi seno. Les expliqué que no era una buena pelota, pero había una medicina increíble para eliminarla. Les mencioné los efectos secundarios: cansancio, debilidad...

Cuando terminé, el silencio llenó el cuarto.

Vanessa, mi hija de 7 años, se levantó, corrió al clóset y cerró la puerta fuerte detrás de ella, como si quisiera huir del mundo exterior.

Jessica, su melliza, reaccionó de forma opuesta:

—¿Por quéeeee? —gritó entre lágrimas—. ¿Por qué mi mamá se tiene que enfermar? No es justo. ¡¿Por qué no le pasa esto a un caballo?! —repitió unas cinco veces.

(Aquí entre nos, sigo sin entender qué tiene contra los caballos. Si algún psicoanalista está leyendo esto, ¡que me lo explique! Jaja.)

La escuché y la abracé. Le dije que tampoco me gustaba tener esto, pero era lo que me había tocado.

Y justo cuando pensé que el momento no podía volverse más surreal… Eithan, mi hijo de 2 años, decidió quitarse la camiseta…

Luego los pantalones…

Y antes de que pudiera detenerlo, estaba completamente desnudo, bailando y cantando La Bamba 🗣️🎶 a todo pulmón.

Vanessa abrió la puerta del clóset. Jessica dejó de llorar. Y, de repente, estábamos los cinco riéndonos a carcajadas.

La vida, en su forma más absurda, siempre encuentra espacio para la risa.

Después, llegaron las preguntas:

¿Cuánto tiempo vas a estar enferma?

—¿Te va a doler?

—¿Y si la medicina no funciona?

Intenté ser lo más honesta y positiva posible. Una mezcla complicada.

El resto del día fue una montaña rusa: llantos por cosas “pequeñas”, abrazos repentinos, más preguntas difíciles y, sí, más baile del desnudo de Eithan (gracias, Eithan).

Recordé algo que escuché de la Dra. Becky Kennedy:

Los niños no necesitan respuestas perfectas. Necesitan saber que es seguro hacer preguntas imperfectas.

Y tiene razón. En los próximos días, en lugar de evitar el tema, comenzamos a hablar más como familia.

Cuando les conté que se me caería el pelo, Jessica me dijo:

—Mami, ¿te molesta si me río cuando te vea? Siento que te vas a ver muy cómica.

—Ríete todo lo que quieras —le dije—, solo no te rías de personas calvas en la calle para no incomodarlas.

Vanessa, con su lógica práctica, añadió:

¡Qué suerte, mami! No tendrás que usar shampoo en mucho tiempo.

Después, más preguntas difíciles:

—¿Te dará vergüenza salir así?

Respiré profundo.

Tal vez al principio, un poco. Se sentirá raro salir sin pelo. Pero después voy a acostumbrarme y darme cuenta de que lo más importante no es cómo me veo, sino cómo me siento.

¿Te vas a ver bonita?

Jessica respondió antes que yo:

—¡Mami siempre es bonita!

—Gracias, amor. —Les sonreí—. Algunas personas dirán que me veo diferente, pero para mí, la belleza va más allá de lo que llevamos en la cabeza. Si me siento bonita por dentro, me veré bien por fuera.

—¿Cómo harás cuando la gente te mire?

Les sonreiré y después seguiré caminando.

Cada pregunta era una oportunidad de enseñarles algo nuevo.

Les dije que habría días difíciles, pero también cosas buenas:

Pasaremos más tiempo con los tíos y abuelos. Tendremos noches de película y desayunos especiales. Y si un día no hay nada divertido, lo inventaremos.

Vanessa sonrió:

—¿Como Eithan bailando sin ropa?

—Sí. O podemos jugar a los minions, y yo puedo ser Gru de Mi Villano Favorito —añadí—. Él es calvo y muy memorable.

Nos prometimos buscar siempre las bendiciones ocultas. Y, poco a poco, sus preguntas cambiaron:

—¿Nos podríamos ir de viaje a Disney cuando te cures, para celebrar?

Entendí algo esencial: los niños no necesitan que les ocultemos el dolor. Necesitan saber que estamos dispuestos a caminar con ellos a través de él.

Esa conversación fue la que más temía. También fue la que más nos unió y transformó como familia.

Juntos, aprendimos que incluso en los días más oscuros, siempre hay luz si sabes dónde buscarla.

Quiero dejarte con esta reflexión:

No tengas miedo de mostrar tu humanidad. La conversación difícil que estás evitando no tiene que ser perfecta, solo honesta. Porque al final, no es la perfección lo que deja huella, es la conexión.

Y una pregunta para ti:

Si supieras que tu vulnerabilidad puede abrir una conexión más profunda, ¿qué verdad te atreverías a decir hoy?

Si te animas a decirla, me encantaría ayudarte a estructurar el mensaje de la forma más asertiva; respetuosa, vulnerable, honesta y clara. Puedes dejar tu mensaje en el Foro: Construye Mensajes Asertivos, de mi Comunidad Más Paz Mental, y te estructuraré el guión.

Gracias por leerme. Gracias por estar aquí. Seguimos sanando junt@s.

Espero que te haya gustado! 

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